Me alejo hacia la barra intentando digerir las contradicciones que esta muchacha me provoca. Sé que me está mirando, noto sus ojos clavados en mi espalda. Pero, ¿qué tiene, que tanto me inquieta?
Vuelvo hacia la mesa con las bebidas. Anastasia está sentada en la misma posición en la que la dejé, se mira las manos. Está exactamente como yo la quiero: callada, esperando mi próximo paso para responder. Jugando sin saberlo a un juego que diseño yo, cuyas normas he inventado. Parece tan… ¿complaciente? Quiero desmontar sus engranajes como un niño fascinado por un juguete mecánico, aunque eso signifique romperla.
- Daría un dólar por saber lo que está pensando en este preciso instante –y deposito un English Breakfast Tea delante de ella.
Tomo asiento. Anastasia sigue callada pero el rubor de sus mejillas la delata. No me gusta repetir las cosas dos veces, pero de momento, tengo que ir despacio. Ya habrá tiempo para su educación. Así que decido insistir.
- ¿En qué piensa?
- Que éste es mi té favorito – sé que me está mintiendo, no lo toleraré en un futuro, pero ahora no importa. Al hacerlo ha vuelto a morderse el labio inferior, y es irresistible. Consigue encender mis deseos más profundos sólo con ese gesto.
La miro y la imagen del fotógrafo salta a mi mente. ¿Cómo de unidos estarán? Ella malinterpreta mi mirada inquisitiva y musita algo acerca de cómo le gusta el té. Parece que no puede evitar justificar incluso las acciones más nimias.
- José, ¿es su novio? –basta de rodeos.
- No, en absoluto, es sólo un amigo. ¿Por qué lo dice?
- Por la manera en que se sonríen -respondo complacido.
Bien, me deja entrar, no cuestiona el por qué de mis preguntas, y José no es un obstáculo. Sigo preguntando y parece que Paul, el chico de la tienda, tampoco lo es.
- ¿Por qué lo pregunta?
Vaya, ahí está otra vez esa pieza que no acaba de encajar. Parece domada y al minuto siguiente vuelve a levantar la cabeza.
- Parece nerviosa en presencia de hombres –justifico mi curiosidad.
- Es usted señor, Grey. Me intimida -se vuelve a hacer pequeña al responder.
En estos momentos me parece estar viéndola en el cuarto de juegos, avergonzada, sonrojada, cabizbaja. Tomo aire profundamente sin poder ocultar mi satisfacción. Sé que ahora mismo no es capaz de mirarme a los ojos, pero tiene que aprender a responder a mis deseos. Camuflo una orden:
- Por favor, no baje la cabeza, me gusta verle la cara.
Surte efecto, me obedece y yo sonrío. Así que soy yo, estaba en lo cierto: se siente atraída por mí. Todo lo que intentan contener sus palabras me lo dice su cuerpo. Este juego es divertido, me gusta desconcertarla, así que continúo:
- Es usted misteriosa –y preciosa–, y contenida, menos cuando se ruboriza.
Mastico lentamente mi magdalena y estudio su figura. Pequeña, morena, sentada frente a mí intentando plantarme cara sin ser consciente de su propia sexualidad, de su atractivo natural, sin artificios. Imagino mis manos recorriendo su cuerpo, acariciando sus pechos, sus pezones endureciéndose al más mínimo roce de mis dedos expertos.
- ¿Siempre hace usted preguntas tan personales?
- ¿La he ofendido?
- No, pero es usted un poco arrogante.
La Anastasia directa sale a la superficie, esta vez sin contenciones. No sé cuánto tiempo voy a permitir esa actitud.
- Siempre hago las cosas a mi manera. Siempre –respondo tajante. Es mejor que le vaya quedando claro.
Continúo con el interrogatorio porque necesito saberlo todo de ella. Me lo diga o no, lo averiguaré. Welch ya ha empezado con eso, de hecho. Su mundo, su familia, sus amigos… Es hija de un hogar roto pero Ray, su padrastro, parece ser una figura muy importante en su vida. Anastasia pregunta también jugando al intercambio. Al fin y al cabo somos sólo dos personas conociéndose. Pero, ¿qué le puedo decir? ¿Que mi madre era un puta adicta al crack, que me pegaron, que me marcaron?
- Me adoptó una familia acomodada de Seattle -con eso basta.
Anastasia nota mi barrera, y volvemos a las trivialidades. Me cuenta que quiere ir a Inglaterra tras los pasos de sus autores favoritos. Es una apasionada de la literatura y, cuando habla de ello cambia: sus ojos se encienden y, transportada, habla con vehemencia. No se da cuenta de que el lenguaje de su cuerpo acompaña la fuerza de sus palabras, e inclinándose hacia delante, me ofrece la espléndida visión de su escote. La promesa de un cálido vientre se abre entre sus senos. Tiene que ser mía. Deseo verla esposada de pies y manos, con los ojos vendados, y esa misma pasión dedicada sólo a mí.
- Hablando de literatura, debería irme. Tengo que estudiar. Muchas gracias por el té, señor Grey –Anastasia se levanta.
- Ha sido un placer. Vamos, la acompañaré de vuelta al hotel –digo, tomando de nuevo su mano.
Nos dirigimos al aparcamiento del Heathman, donde sigue estacionado el coche de su amiga. En silencio, hago balance de la situación: a pesar de haber sido un domingo poco usual –estoy seguro de que a la señora Jones le extrañará no encontrar nada que recoger en el cuarto de juegos- ha sido agradable. Repetiré, aunque hay ciertos detalles que tendremos que cuidar.
- ¿Lleva vaqueros siempre? –Pregunto distraído. Prefiero a las mujeres con falda, más accesibles.
- Casi siempre.
Anastasia tiene un aire de universitaria desaliñada que habrá que pulir. Imagino si su ropa interior será tan vulgar como sus pantalones cuando, de repente, espeta:
- ¿Tiene novia?
Esto es lo que me temía. Anastasia tiene en mente una relación convencional. Tal vez no sabe que existen de otro tipo. Quiere ser mi novia. Y yo quiero ser su Amo. Ella quiere besos al atardecer y cenas a la luz de la luna y yo que muerda el cuero de una fusta mientras la penetro esposada a una cruz de madera. Pero, ¿cómo explicárselo?
- No Anastasia, no tengo novias.
En una fracción de segundo ella tropieza y está a punto de ser arrollada por un ciclista.
- ¡Mierda, Anastasia!
Tiro de ella sin pensar, y la atraigo hacia mí. Está a salvo.
- ¿Estás bien? – Susurro.
La estrecho entre mis brazos. Jadea, ha sido todo muy rápido. La tengo tan cerca… Noto su respiración acelerada, su pecho se aprieta contra el mío elevándose y contrayéndose al compás de sus latidos. Una parte de mí no desea soltarla, y acaricio su cara con la punta de mis dedos, su mejilla, rozo sus labios con mi pulgar. Anastasia no aparta sus ojos de los míos, se acerca, contiene la respiración. Los ojos le brillan y me miran suplicantes. Me siento tentado pero besarla implicaría empezar a andar un camino que no voy a recorrer. No puedo hacerlo, pero nada me gustaría más en este momento que unir tus labios con los míos. Cierro los ojos para intentar recuperar el control de la situación, respiro hondo, y la aparto de mí:
- Anastasia, deberías alejarte de mí. No soy bueno para ti.
No lo entiende, y yo tampoco. Su cuerpo sigue suplicando y el mío la busca, pero mi mente sabe que debe mantenerse firme. Su boca contiene la respiración esperando la mía, que no, lo siento, Anastasia, no va a llegar.
- Respira, Anastasia. Voy a dejarte marchar –digo, más para mí que para ella.
La aparto suavemente aunque me cuesta romper el contacto y mis manos no se despegan de sus hombros, y la misma punzada de dolor que cruza mis ojos pasa por los suyos.
Me da las gracias, apenas con un hilo de voz. ¿Gracias?
- ¿Por qué?
- Por haberme salvado.
Ella no se ha dado cuenta de que, en realidad, es a mí a quien he salvado. Verla en peligro me ha hecho darme cuenta de que, de alguna manera, la necesito. Me ha salvado de una existencia sin ella.
- No ha sido tu culpa, ese inconsciente iba en dirección contraria. Me aterra pensar que algo podría haberte pasado. ¿Por qué no vienes a mi hotel, y descansas un poco? – No quiero separarme de ella ahora.
Esperando una respuesta que no llega la dejo ir, y bajo mis manos. Echa a andar por delante de mí. La sigo cruzando el semáforo, en dirección al hotel. Estoy confuso, no me reconozco. Quiero abrazarla y protegerla. De los ciclistas, del mundo, de ella misma. Pero también quiero someter a aquella chica morena, aniñada e indefensa que cayó a mis pies en el despacho, hace sólo unos días. No quiero dejarla marchar, pero las mismas palabras que querría decirle son las mismas que la alejarían irremisiblemente de mí. Intento explicarme antes de que se vaya:
- Anastasia, yo… -es inútil, no puedo seguir. He estado a punto de romperme.
Otra vez, otra vez el peligro externo. Otra situación que se escapa de mi control. No puedo contarle que lo que más me ha afectado es el recuerdo de esa otra mujer frágil, morena e infantil que sucumbió al peligro y a la que el niño que yo era no pudo ayudar. A partir de ahora yo tomaré las riendas y me encargaré de que no haya más imprevistos.
- ¿Qué ocurre, Christian? –¿cómo? ¿me acaba de llamar por mi nombre de pila?
Nadie, sólo mi familia me llama Christian. De pronto Anastasia no me llama de usted, no me tutea. Para ti soy el señor Grey, bonita. Ha estado demasiado cerca, he bajado la guardia por un momento. No puedo volver a exponerme tanto. No volverá a pasar. Esa familiaridad que se ha tomado sin permiso me devuelve a mi mundo. Yo soy el Amo. Tú, si quieres ser algo, serás la sumisa. Y me llamarás señor Grey sólo cuando yo te dé permiso para dirigirte a mí.
- Suerte con los exámenes –digo a modo de clara despedida, y me quedo viéndola marchar hacia su coche.
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